BAR CERVINO, UN MÍTICO DE ZARAGOZA

Vamos a los bares solos o acompañados, para celebrar que estamos contentos o para animarnos cuando estamos tristes. Vamos para hacer confidencias al camarero o para compartir historias con amigos o con desconocidos. Vamos para refugiarnos cuando hace frío y para refrescarnos cuando hace calor. Vamos por las mañanas para tomar un café, los mediodías para un vermut, las tarde para una caña o las noches para una copa. Saciamos la sed de mil maneras y el hambre de otras mil. Bocadillos, montaditos, tapas, raciones, platos combinados… Los bares nos lo dan todo, cuando son buenos, son una de las mejores experiencias que uno pueda imaginar. En los conciertos, en los partidos de fútbol, en el cine o en el teatro somos espectadores, unos pocos hacen y la mayoría miramos, en los bares el protagonismo es compartido, miramos y hacemos.

En el Bar Cervino, un histórico del barrio de La Almozara en Zaragoza, se miran y se hacen mil maravillas. El turno de mañana empieza algo pasadas las ocho y tienen hasta las once y media para llenar una barra, que amanece vacía y silenciosa, de pinchos, guisos, croquetas y tantas y tantas cosas ricas que es casi abrumador. Y la cosa no se queda ahí, dado que una parte importante de la oferta se prepara al momento.

Juan lleva más de cuarenta años tras la barra y es evidente que siempre ha trabajado con la idea de ir a mejor. Su apuesta por el producto local, con el ternasco de Aragón como principal protagonista, lo pone de manifiesto. A mi me gusta fijarme en los pequeños detalles. Por ejemplo, igual no es un método infalible para identificar buena cocina, pero cuando los bares retiran la tragaperras y la máquina de tabaco, es que las cosas se están haciendo bien y en el Cervino las quitaron hace más de quince años.

El local es pequeño y la cocina minúscula, así que tienen que organizarse muy bien. La actividad en las horas previas a la apertura es frenética, no hay prisas, pero tampoco pausas. Los proveedores llegan en un goteo constante, todos saben su papel a la perfección, así que las cosas fluyen. El pan, las verduras, el pescado fresco, el ternasco, también el café o la cerveza. Mientras, la barra va cogiendo forma. Se saca todo lo que ya preparó el turno de tarde y toca ponerse con el resto. Trocear los calamares, preparar los pinchos, como el de portobellos y gamas o el de piparras y gambas, trocear la chuleta para poder servirla en raciones o presentar sobre hielo picado el pescado fresco,

Mientras, en la cocina, se guisa casi ininterrumpidamente. Para los caracoles, sofríen ajo, cebolla, pimiento verde y rojo, aromatizan con romero y laurel, añaden tambien una guindilla y, cuando está bien sofrito, el jamón y enseguida los caracoles, rehogan un par de minutos y añaden el tomate, remueven, dejan unos minutos y a la barra.

Las decenas de croquetas que se sirven a diario, muchas originales, como las de ternasco o las de sardina, también requieren de una atención constante. Hay que elaborar masas, bolear, empanar y dejar listas para freír al momento.

Uno de los clásicos, los huevos rotos con ternasco al chilindrón, también exige su tiempo. Sofríen ajo, el ternasco bien picado, añaden después pimiento verde y rojo, algo de guindilla, una hoja de laurel y el tomate. Lo dejan haciendo chup chup un buen rato y los reservan para cuando piden el plato. Ya solo tendrán que freír los huevos y presentarlo junto a unas patatas confitadas.

Quedan los últimos retoques antes de subir la persiana. Entre ellos, las pizarras, donde se presentan los platos frescos del día. El bonito, las sardinas, la pluma ibérica… Solo pensándolo se me hace la boca agua. Y, cuando todavía faltan unos minutos para las 11:30, se abre el telón de este magnífico espectáculo.

Los primeros clientes ya ocupan la barra y en la cocina ahora se trabaja a dos marchas, por un lado, siguen las elaboraciones que requieren de más tiempo y, por el otro, se atienden las comandas. Unos chipirones enharinados y fritos con pimientos del padrón, un pincho de gambas con piparras, unas sardinas a la plancha, una oreja frita, previamente cocida y troceada, que acaban con un curioso toque de canela… Es un no parar y todavía no es la una de un miércoles. Las pequeñas mesas con sus taburetes van viendo pasar a clientes de todo tipo. Algunos para picar algo y otros en pleno homenaje. Muchos habituales y muchos otros que entran por primera vez, todos con algo en común: el Cervino.

Y en la cocina no se para. Unos chipirones a la plancha que aliñan con un aceite de ajo y perejil, el zarajo, que trocean y doran bien sobre la plancha, un bacalao al estilo orio, con la salsa clásica con ajo, guindilla, aceite y vinagre, los filetes de la chuleta marcados vuelta y vuelta, que sirven con un pellizco de sal maldon o el pincho de gambas y portobellos, también aliñado con ajo y perejil.

Decidí probar varios clásicos, empezando por el plato con más éxito, el ya famoso ternasco con foie y huevo de codorniz. Pasan por la plancha el ternasco y fríen un huevo de codorniz. Untan el pan de hogaza tostado con tomate triturado y marcan el foie. Montan y acaban con un poco de crema de vinagre de Módena. También un surtido de croquetas, que uno puede pedir al gusto, varían constantemente, de hecho, tienen un cliente que va apuntando las nuevas y ya ha contando casi un centenar. Hay mucho plato de temporada, incluído uno muy original, un revuelto de borrajas y una longaniza de ternasco realmente interesante, no sabía ni que existía. Trocean, lavan y cuecen primero la borraja. Sofríen algo de cebolla picada y enseguida añaden la longaniza troceada, la doran junta a un poco de borraja y, finalmente, añaden un par de huevos, remueven y a la mesa. No quería dejar pasar la oportunidad de probar uno de los mejores indicadores de calidad, las patatas bravas. Como es un plato que se sirven en tantos sitios, son una buena manera de tomar la temperatura de un buen bar. Confitan las patatas troceadas en cubos, les dan una segunda fritar en cuanto las pidan, cubre con una buena dosis de lactonesa con ajo y acaban con un potente aceite de guindilla, riquísimas.

Abierto de 11:30 de la mañana a las 23:00 de la noche, de martes a domingo, con la cocina abierta ininterrumpidamente, a excepción del domingo, cuando cierran después de comer, el Bar Cervino es un tesoro. Probablemente la de Juan sea la última generación dispuesta al sacrificio que requiere mantener un lugar así: único, genuino, auténtico. La quinta gama, es decir, los productos que llegan al bar ya elaborados, cada vez es mejor. Puedes comprar buenas croquetas ya preparadas y también guisos de todo tipo, como las carrilleras o el rabo de toro. El precio a pagar es la pérdida absoluta de originalidad. El bar de al lado puede ofrecer exactamente las mismas croquetas y eso, con el tiempo, acaba con la diversidad y nos hace más pobres. Así que uno puede ir al Cervino, disfrutar de un gran homenaje y encima contribuir a que el mundo sea un poco mejor. Qué maravilla que la buena acción del día sea acabar con unas trufas y una copa de cava, ¿verdad?

Cuando, durante la pandemia, abrieron las peluquerías por su componente social, yo me preguntaba: ¿Y los bares, es que nadie está pensando en los bares? Por si vale de algo, sigo pensando en los bares y en gente como Juan y todo su equipo, que se ocupan de una parcela del paraíso aquí en la tierra.

Si os gusta lo que veis y estáis en Zaragoza, ya sabéis, podéis disfrutar a lo grande, siempre manejando las expectativas. El Cervino es un bar, un gran bar, pero es eso, ni más, ni menos.

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