AL RESTAURANTE AÜRT HABRÍA QUE ENVIAR A UN POETA

En la película Contact unos extraterrestres envían las instrucciones para la construcción de una nave que pueda transportar a una persona por el espacio. Cuando la protagonista, la astrónoma que descubre la señal, por fin viaja, queda abrumada por el espectáculo y se dice: Deberían haber enviado a un poeta.

El lenguaje técnico tiene claras limitaciones, el poético, aunque menos preciso, no tiene límites. Pues bien, creo que al Restaurante Aürt también deberían enviar a un poeta.

Es una experiencia gastronómica por todo lo alto. Diría que sin aspavientos, sin fuegos artificiales, pero mentiría. No hubo estruendos, ni chispas, ni humo, pero fueron fuegos artificiales. O más que artificiales, fuegos reales, cosquillas en la boca, en el cerebro y también en el alma.

Son cuatro mesas altas en forma de U, rodeadas por taburetes. Si no la llenas con tus acompañantes, la compartes con otros comensales y, curiosamente, también con los cocineros. Los platos los acaban frente a ti, lo que invita no solo a disfrutar del espectáculo, también a entablar una conversación. Te animan a ello, preguntándote por el plato y, algo que es casi innovador, escuchan la respuesta.

Llegué pronto, lo que me permitió colarme en el briefing, la reunión previa al servicio que se suele hacer en los restaurantes de alta cocina. Se hace un repaso del día anterior y, sobre todo, de lo que espera. Si hay alguna alergia, alguna petición especial, si los comensales vienen por primera vez o repiten… La idea es no dejar al azar ningún detalle.

En la carta, un menú degustación. Limita tu libertad pero es una invitación a conocer la cocina del restaurante. Hay muchos platos que no sabes si te gustan hasta que los pruebas y si no los has probado, jamás los pedirías.

Se empieza con un consomé que calientan en la propia mesa. Toda una declaración de intenciones. Lo que en apariencia es un sencillo consomé, es un caldo de anguila ahumada, leche de piñones y estragón fresco.

Son tres elaboraciones en una, la primera un caldo de verduras y piel de anguila ahumada. Ya vemos cocina de aprovechamiento, no se tira nada. La segunda, la leche de piñones, los hidratan y los pasan por la licuadora. Mezclan ambos líquidos, los llevan a 65ºC y añaden unas hojas de estragón, dando un matiz anisado fresco, dado que no llega a hervir. Una manera ideal de empezar, cogiendo calor, ahora que hace frío.

En seguida te presentan el pan y el aceite de oliva virgen extra. L’Oblit se elabora con aceitunas de olivos centenarios de la variedad “Becaruda” en Ullastrell.

El lomo de bonito del Norte tiene una ligera maduración, de entre cinco y ocho días, dependiendo de la pieza. Se filetea “à la minute”, es decir, justo antes de servir y frente al comensal. Se envuelve en unas hojas de capuchina y se cubre con una ensaladilla muy curiosa. El vegetal es exclusivamente guisante lágrima del Maresme, que se aliña con una mayonesa de miso. No un miso cualquiera, es de elaboración propia con alubia “del ganxet” y arroz del Delta de l’Ebre. Después lo mezclan con una mayonesa hecha a partir del agua de cocer las alubias.

Se podría elegir cualquiera de los platos del menú para entender la filosofía del restaurante. La técnica adecuada, venga de donde venga, como puede ser el miso, el producto de proximidad, como la alubia o el guisante, pero sin radicalismos, ahí está el bonito del Cantábrico, y el resultado muy original, pero familiar, mediterráneo. Este bocado es crujiente, cremoso y suave, lo que te permite identificar los distintos ingredientes y disfrutarlos en armonía.

Opté por el menú maridado, que empieza con con el brut nature de larga crianza de Llopart. Todos los vinos de la cena tienen un toque especial que bordea los sabores clásicos.

El tartar de sepia es también un plato que se plantea con la idea del aprovechamiento total de la pieza. Se pela y se pica en dados. Después se mezcla con una versión de la salsa tártara, sustituyendo la mayonesa por una holandesa. Con los recortes de la sepia, preparan un caldo concentrado a partir del cual elaboran el pan tipo chino sobre el que colocan el tartar, añaden unos brotes de anís y acaban con unos puntos de lo que llaman un puré garum, que elaboran fermentando el bazo de la sepia con miel durante cinco meses.

Es un solo bocado crujiente y graso, de una intensidad media que te llena la boca. Estos primeros snacks se suceden rápido y sirven para sumergirte en la cocina de Artur Martínez y poco a poco ir ganando profundidad.

La yema es de gallina joven criada en Sant Llorenç Savall. La rellenan con una crema que elaboran con yema, jugo de pollo y tomillo fresco y la aliñan con pimienta, tomillo y pan y la acompañan de un caldo “académico” de gallina. Lo plantean como un homenaje a las sopas de pastor, a esos menús de lo que tienes a mano cuando estás trabajando en el campo.

Es la esferificación más natural que existe, sabrosa y un punto empalagosa, con lo cual el caldo es muy adecuado para limpiar la boca y quedarte con un gran regusto. Realmente reconfortante.

El curry verde es un plato asiático que Artur nos acerca al Mediterráneo. Seguimos en esa línea que llaman “exotismo de proximidad”. El curry lo elaboran con albahaca, menta, cilantro y luego los clásicos del curry tailandés. Sustituyen la leche de coco por una elaborada con chufa. Y sirven con “canyut” una navaja pequeña autóctona del Delta del Ebro, preparadas a la brasa. Acaban con unas tiras de tronco de lechuga. Dejan que crezca el tallo y después lo aliñan con un garum elaborado también con el “canyut”.

De todos los currys, el verde es mi preferido y este estaba riquísimo, un punto dulce y muy cremoso. Más acompañado de un blanco de Hacienda Arínzano.

Cuando se hace una prueba para un instrumentista, se hace tras una cortina y así el jurado no sabe la edad, el género, la etnia… Me parece genial, ahora, para la cocina, me gusta exactamente lo contrario, quiero saber quién lo ha hecho, cómo lo ha hecho, con qué lo ha hecho, por qué lo ha hecho. Qué mejor manera que con el equipo delante, es como si cenases con ellos.

La royal es un plato con la cebolla como protagonista. Mezclan leche fresca con nata infusionada con cebolla y huevo y cuecen en el horno al vapor, después cubren con un jugo elaborado con cebollas de Figueres tostadas, como una demiglace vegetal, que aliñan con un vinagre madurado 25 años y colatura de anchoas.

Como el aceite de oliva, la colatura es una elaboración en la que participa Artur. Es decir, que es un mano a mano con el productor.

Es un flan tremendo, sabroso y cremoso, como para repetir. Muy bien acompañado de un curioso clarete de Espantaburros, un Ribera muy original.

Hay quién opina que lo esencial de un restaurante es si la comida está o no está rica. Para mi, los esencial es la estética, en el sentido amplio del término. En lugar de valorar la experiencia basándome en un solo sentido, el gusto, lo hago con todos. La atmósfera, el ambiente, la música, la decoración, el olor y no solo de los platos, el tacto de los manteles, los cubiertos, las copas. Y claro, hay una jerarquía con el sabor por encima de todo, pero nunca solo.

Para la gamba roja con mojo rojo preparan el mojo a partir de las cabezas, que han pasado por las brasas. Sirven en la base del plato, añaden las colas, que también han pasado por las brasas muy brevemente y acaban con una dentelle de ajo y perejil liofilizado.

Un plato intenso, crujiente, con una gamba tersa muy rica.

Cuando Irán era medio progresista, Andy Warhol era amigo del Shia y lo visitaba con frecuencia. En su momento, comentó que las cosas no le debían ir muy bien porque en la cena había menos caviar que mesa. Esos excesos nunca me han atraído. Aprecio una gamba roja tanto como aprecio un buen huevo frito. Ahora, esto no es una simple gamba roja, es mucho más.

El civet de paloma torcaz lo preparan deshuesándola y picando a dados, antes de servir, dan un marinado de unos 10 minutos en un soju (sollu), una salsa soja pero que tiene cereal. La elaboran allí mismo fermentando guisante negro del Berguedà y tomillo. Aliñan con un civet que hacen con las carcasas de la paloma y aceituna negra. Acompañan con unos hilos de trompetas de la muerte y, ya frente al comensal, acaban con quinoa real inflada.

Un plato curioso, menos potente de lo que esperaba, muy interesante porque la caza no se suele servir fría.

Cuando pasamos de cazadores recolectores a sedentarios pagamos un precio alto. Ganamos la capacidad de alimentar a más gente y aumentó la esperanza de vida media porque teníamos garantizada un alimento básico, pero empeoró nuestra salud, dado que nuestra dieta perdió variedad. Es buena idea recuperar los hábitos del cazador recolector, comiendo variado y sustituyendo las carreras detrás de una presa por ejercicio, ya sea paseando, corriendo o saltando.

El calamar al pil–pil es precisamente eso, un pil-pil pero de calamar cortado muy fino, quedando unos tallarines, que acaban con un poco de pimienta negra recién molida.

El vino, también diferente, un blanco, un Let me out de 1981 criado en hormigón, después barricas de jerez y finalmente en damajuanas de vidrio.

Si en la mesa hay cuchara y pinzas, es que las necesitas. En estos restaurantes hay que dejarse llevar, ceder un poco o bastante. La contrapartida es que, si luego no te gusta, tienes poca o ninguna responsabilidad, a no ser que seas de esas personas de paladar difícil. Realmente es una apuesta arriesgada y hay que celebrar que se haga.

La col la cuecen al vacío con mantequilla tostada, colatura de anchoa y caldo de ave. Después, reservan la col y filtran el caldo y lo texturizan, quedando una crema que sirven en la base del plato sobre un toffee de ajo tostado. Encima, un chucrut de elaboración propia, cubren con las hojas de col del caldo pasadas por la brasa y acaban con unas láminas trufa.

Col en crema, col en chucrut y col a la brasa. Un festival de col riquísimo con la trufa sobrevolando pero sin robar protagonismo.

Recuerdo que, hace unos años, fue muy polémico un artículo alabando un restaurante al que no había ido el que escribía. Está claro que la perspectiva que da la experiencia es importante, pero no lo es todo. Estudiando historia en Salamanca, presencié un agrio debate entre historiadores y veteranos sobre una batalla de la guerra civil. Las dos visiones son importantes, pero la personal tiene muchos más filtros.

El caso es que había leído mucho sobre Aürt y ya sabía que me iba a gustar, como me gustó la romescada de salmonete. El pescado también está madurado y su piel se seca para que luego en la brasa quede bien crujiente. Sirven acompañado de un romesco que elaboran a partir de los higaditos del salmonete. Una gran combinación de sabores y texturas.

El vino, un tinto ecológico 100% sumoll de Mascorrubí Heretat 1297.

A finales de este mes cierra Zuberoa, un restaurante histórico. Estos días son muchos los que están presumiendo de haber pasado por allí y muchos otros que se lamentan por que ya no lo conocerán. Sinceramente, hay tantos restaurantes a los que uno no va a poder ir, que no le veo mucho sentido a lamentarse por no haber ido a uno en concreto.

Afortunadamente, la listas de grandes restaurantes es interminable y no hace falta ir coleccionándolos. La cosa es pasarlo bien, aunque hayas estado ya mil veces. Y si lo pasas tan bien como lo pasé en Aürt, eres afortunado.

El cordero está criado bajo principios biodinámicos en el Berguedà. En la base del plato una salsa almadroc, que en lugar de elaborar con queso, preparan con una reducción de leche de oveja y un allioli de ajos caramelizados. También un jugo de cordero. El lomo lo preparan a la brasa y lo van pintando con el jugo con un pincel de hojas de salvia. Salpimientan y emplatan.

Tierno y muy curioso. El punto de la carne no es el habitual en el cordero y eso siempre es interesante.

En algunos restaurantes se pasan de interesantes. Está muy bien que se asuman riesgos y que algún plato roce las fronteras, pero la comida tiene que estar rica, alimentar y sentar bien. Sino, es que es otra cosa.

Por eso nunca he creído que la cocina sea un arte, dado que tiene un objetivo muy definido y el arte nunca lo ha tenido. Decía Danto que, para entender una pieza artística, habría que conocer toda la historia del arte, no solo el pasado, sino en su totalidad, también la del futuro. En cambio, unos huevos fritos con patatas son muy fáciles de entender.

Para el cerdo barbacoa con salsifí seleccionan la parte del cabecero de lomo más gelatinosa de un cerdo de raza chato murciano. Lo asan de una pieza con verduras y especias. Después trocean y ligan la salsa. Antes de servir, pasan por el horno y bañan bien con la salsa, emplatan y acaban con salsifí braseado.

Un bocado jugosísimo, tierno, una explosión de sabor.

Aürt en catalá significa ir a chocar bruscamente contra algo. He buscado el juego de palabras o la metáfora, pero el choque no lo encuentro. Los platos son amables, deliciosos, suculentos. Tal vez el choque llegue al salir, cuando uno vuelve a la superficie y tiene que enfrentarse de nuevo a la realidad.

Pero antes, los postres. Primero uno de transición, unaº base de patata rallada frita y después deshidratada, después un helado de trufa, un poco de sal y acaban con unas láminas de trufa. Una transición tremenda, aromática y crujiente.

Para el toffee y crujiente de pan con mandarina, sirven el helado, añaden el toffee, ralladura de lima y acaban con el pan. Los postres se acompañan de un Gaintus dulce de uva sobremadurada, también 100% sumoll.

Curiosa consistencia, un punto empalagosa. Ácido y dulce, muy rico.

La originalidad y la consistencia del discurso hacen de Aürt un restaurante único. No es ningún secreto, en los ámbitos de la alta gastronomía la cocina de Artur Martínez tiene un gran reconocimiento. Si es algo que os interese, no os lo podéis perder.

Ahora, también os recuerdo que los huevos fritos con patatas también son gastronomía. Afortunadamente, la cocina se puede disfrutar desde muchos puntos de vista.

Para el postre con castaña la cuecen hasta que se enegrece para que desarrolle gamas de sabores que de otra manera no se consiguen. En la base del plato ponen una crema de cardamomo, añaden castaña y acaban con un helado de castaña a la brasa.

Me gusta cuando en los postres se renuncia al exceso de dulce. En casa nunca tomo postres, no me atraen mucho. En los restaurantes me animo cuando son algo diferente, algo que no puedo comer en casa y me gustan especialmente cuando no son excesivamente dulces.

Para el siguiente elaboran una crema de chirivía asando su pulpa con un poco de vainilla y después la texturizan con gelatina. Añaden yogur seco, un helado de kéfir alimentado allí mismo y acaban con unas placas de merengue seco de laurel.

Una vez más, una curiosa textura y sabores ácidos y poco dulces. Realmente el menú es todo un festival de pequeños bocados que se suceden con armonía.

Para acabar, un mochi helado de algarroba tostada. Una textura de nube, con ese dulce tostado tan único que da la algarroba, un ingrediente que se está popularizando.

Y para la infusión o el café, que no tomé, siempre son bienvenidos los petit fours. Por un lado, una versión de la clásica coca de chicharrones, en este caso de pollo, después una crema de mantequilla, frutos secos y polvo de anís. Por el otro, un bombón de chocolate elaborado con cacao del norte de Perú, que crece en unas condiciones climáticas muy duras que lo hacen más frutal y cítrico. Además, está hecho con agua, el resultado es más puro y limpio.

Como siempre, muy agradecido a todo el equipo, Artur Martínez, Pol Ruíz, Marc Cano, Xavi Romero, Pedro Huamaní, Eva Feliu, Marta Farré, Fernando Álverez, Eperke Felföldi y Martina Sandoval. Me trataron de lujo. Salí del restaurante emocionado. Es toda una experiencia gastronómica. No es para todo el mundo, ninguna lo es. La novena de Beethoven tampoco le dice nada a mucha gente. De hecho, hay partes a las que les tengo manía. Pero reconozco que es una obra monumental. No sé, tal vez esté hiperventilando. Me lo pasé en grande, qué queréis que os diga.

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