LA COCINA DE TERRITORIO DE VILLA RETIRO (ESTRELLA MICHELIN EN XERTA)
Es cierto que no todos los restaurantes necesitan un discurso, un hilo argumental, un concepto cerrado, pero en general, los buenos, los que destacan, si lo tienen. Simplificando mucho la idea, si hay pizza, hay pizza, si hay arroz, hay arroz, lo que no hay es pizza y arroz.
Las mejores versiones, las más interesantes para visitar, especialmente cuando uno está de paso, son las que están ligadas al territorio, no solo con las elaboraciones, también con el producto. Si te pides una paella en Valencia, pues mejor si el arroz es de la Albufera, ¿o no?
Es lo que más me gustó de Villa Retiro, todo lo que hacen tiene una relación directa con lo que les rodea. La ribera, el delta, la huerta, los cítricos, los olivos… Claro que hay técnicas importadas, pero se utilizan como herramienta para poner en valor el producto de la tierra.
En arquitectura se marca una clara diferencia entre «rehabilitar» y «restaurar», no como conceptos distintos, sino contrarios. Rehabilitar es hacer nuevamente habitable un espacio, restaurar es devolver algo a su estado original.
Así lo escribía Nesiev en twitter y, como siempre, me llevo esa idea a la cocina. La manera de preservar la cocina tradicional no es respetando las recetas originales, sino rehabilitándolas. Ya no tiene sentido espesar una salsa a base de harina si existen nuevas técnicas que, no solo son más ricas, sino que sientan mejor.
Por estas aguas se mueve Villa Retiro, con menús degustación a base de producto de proximidad con técnicas actuales al servicio de los sabores tradicionales, a veces más limpios, otras más sofisticados.
Los aperitivos los presentan sobre un mapa de las cuatro comarcas que conforman las Terres de l’Ebre. Sobre un montoncito de sal colocan una ostra del Delta que aliñan con un cóctel, un Moscow mule, que se elabora con vodka, cerveza de jengibre y lima y añaden un gel de salicornia, uno elaborado con la parte blanca de la piel del limón y acaban con unos shots de lima. Por otro lado, la anguila, hacen una royale mezclándola con yema de huevo, foie, leche y miga de pan y cocinan a baja temperatura, porcionana, sirven sobre una galleta de pasta wanton, cubren con una salsa teriyaki elaborada con las pieles y las espinas de la anguila y acaban con unos puntos de ajo negro. También un pan de cristal, una lámina de panceta curada, un puré de berenjena ahumada y acaban con un queso, un Perfecto curado de Camarles. Y, finalmente, una gamba blanca aliñada con una emulsión de aguacate, una tira de guindilla verde, una esencia elaborada con las cabezas y acaban con una espuma nitro de coco.
En esta ocasión, creo más adecuado hacer un comentario general sobre cada secuencia, que es como está estructurado el menú gastronómico. Cada bocado tiene entidad propia, con intensidades diferentes que van de menos a más. Siempre ricos, siempre interesantes, con su punto sorprendente y una cantidad de matices inabarcable.
Con algo de imaginación, podéis hacer una reconstrucción más o menos acertada, lo que yo pueda añadir será claramente insuficiente. Subrayemos la anguila, que no se parece a nada y es poco común en nuestras mesas.
Ya véis que desde el comedor se ve el jardín. Es algo espectacular, rodea a una casa indiana construida en 1890, donde ahora está el hotel. Además, tiene un gran salón para eventos y, lo más interesante, una escuela de cocina.
Tengo un vídeo, de hace algo más de 12 años, con una receta de Francis Paniego que también se basaba en el sotobosque y también extraía el aroma del campo. Él lo hacía con un rotaval, ahora hay herramientas más adecuadas para la cocina.
La secuencia que llaman sotobosque la forman un ceviche de fresa, sobre un pico de gallo colocan un esférico de fresa y acaban con un germinado de cilantro. También unas espinacas a la catalana, sobre una galleta en forma de hoja sirven una crema de espinacas, unos puntos de manzana preparada con la famosa olla coreana, la Ocoo, unos piñones y acaban con una pasa hidratada con moscatel. Además, una patata suflé rellena de un tartar de jabalí aliñado con un civet y rematada con una salsa tártara. También un esférico de tortilla de espárragos que flambean y acaban con un pequeño cubo de pan con tomate. Los snacks los sirven con una pompa del aroma del campo y los acompañan de un arroz de conejo tremendo. Lleva un crujiente de la faldilla, también el lomo, que cocinan a baja temperatura y después marcan sobre las brasas. Para el arroz, en una cazuela ponen una cebolla caramelizada junto a un sofrito de tomate, añaden un fondo, también de conejo, con una bresa de zanahoria, puerro y cebolla, después el arroz, variedad bomba, que han precocido en un caldo neutro de verduras, se deja que pierda algo de agua, se añade una brunoise de judía verde escaldada y se acaba con un poco de mantequilla. Una vez emplatado, se añade el lomo a la brasa, un corte del riñón al Jerez, una mayonesa de romero, un guiso de “espalda” aliñado con un mole mejicano, desmigada y bien picada, un gel de judías, una demiglace y acaban con unas judías escaldadas y el crujiente de la faldilla.
Vaya espectáculo de arroz, ¿verdad? Qué cantidad de detalles. Diría que lo mejor es masticar con alegría, sin tratar de descifrar nada. Si, apreciar los matices, pero no romperse los cuernos. Hay que relajarse y disfrutar.
Somos incapaces de imaginar un sabor que no hemos probado, igual que lo somos de imaginar un color que no hemos visto. Lo fácil es describirlo comprándolo, me recuerda a esto o aquello, también se puede tirar de metáfora y dejarlo todo a la imaginación. Al final, cada uno lo va a percibir a su manera.
Si hablamos de colores, las mujeres distinguen más gamas. Es más, hay algunas, muy pocas, que tienen tetracromatismo y son capaces de ver más colores. Me pregunto si hay una condición similar para los sabores. Está claro que hay paladares más entrenados, más educados, la duda es si los hay con capacidad para percibir una gama superior de sabores.
Sea como sea, esta secuencia es un aluvión de sabores bien acompañada del Brut Nature de La Senyoria. Xavi, el sumiller, se encarga de presentar el maridaje con todos los detalles que uno quiera.
La siguiente secuencia apunta a los cuatro puntos cardinales como los cuatro perros que coronan el campanario del pueblo. Lo acompañan con un plato que mira a Argentina, con unas mollejas de cordero que curan primero en salmuera, después cocinan a baja temperatura y, finalmente, marcan a la brasa. Lo emplatan con una demiglace y lo acaban con un aire de limón. Y después, mirando a los cuatro puntos, primero a Italia, con una burratina rellena de pesto. Después a Algeria, con un bourek de cordero con especias morunas y mayonesa de azafrán. A Portugal, con una versión de la francesinha, un pan de masa madre crujiente con unas láminas intercaladas de costilla de ternera y papada de cerdo todo a baja temperatura, acabado con una salsa de queso de Serra D’Astella y un esférico de salsa piri-piri. Y, finalmente, a Francia, con un gratén de foie, un micuit con pera impregnada con Pedro Ximénez, acabado con macadamia rallada.
Llega el campanario entero y me parece genial. No negaré que tiene algo de fallero, pero precisamente por eso es auténtico. Querían contar la historia del campanario del pueblo y te lo traen sobre ruedas. Sin excusas, sin complejos. De verdad.
Estos bocados son algo más independientes, sin estridencias, pero cada uno con su personalidad. Como viajeros que son, se alejan del territorio, así que el discurso no es radical. Muy curioso que la secuencia se acompañe de una IPA, por fin la cerveza ocupa el lugar que se merece en la alta cocina.
El mundo de la gastronomía es una cámara de eco tremenda. Uno debe esforzarse por salir, respirar aire fresco y asumir que a la mayoría de la gente le importa un pimiento. No pasa nada, no somos lo más importante del mundo, casi nada lo es.
Cada vez que salta una polémica te das cuenta de la pequeñez del mundillo. Se habla durante una semana y después se olvida para siempre y, si le preguntas a alguien ajeno al sector, ni se ha enterado.
Fondo Marino, así llaman a la secuencia dedicada al mar. En el vaso ponen primero unos trocitos de mejillón abierto al vapor, después una sopa de mejillones y, finalmente, un aire de jengibre. Por otro lado, sobre una corteza hecha de arroz carnaroli y una duxelle de setas, ponen dos puntos de mayonesa de trufa y añaden unos berberechos abiertos al vapor, añaden también un gel de codium, trufa rallada y acaban con unos brotes de codium.
En el plato ponen una americana de langostinos y hacen un Wellington de langostinos en miniatura. Es un tartar de langostinos, envuelto en espinacas y cubierto por una lámina de zanahoria y tapioca. Además, la carbonata de sepia. Aromatizan una nata con sepia y añaden unos tallarines también de sepia. Los sirven sobre una holandesa elaborada con la melsa, el bazo de la sepia, vaya. Acaban con una lámina fina de panceta curada y unas albóndigas de setas y piñones.
Con entrada triunfal, como no. Secuencia acompañada por un Penedès, un Viver d’Espiells.
Un cambio brutal de registro. Toda la intensidad del mar en cuatro bocados. Es difícil pensar en otra cosa cuando uno disfruta así y, al fin y al cabo, de eso se trata.
Ernest Becker afirmaba que, el estadounidense medio, para evitar pensar en su muerte «está bebiendo o comprando o mirando la televisión». Kierkegaard decía que nos tranquilizamos con lo trivial. A mí me funciona comer y todo lo que lo rodea, así que en Villa Retiro fui inmortal un ratito.
El atún se merece una secuencia propia. En el centro del plato, una demiglace de atún. En un lateral, un arroz inflado, unos puntos de aceituna de Kalamata y unos gajos de aceituna manzanilla. Sobre la demiglace, un corte de ventresca de atún con estragón hidrogenado y una sal de especias y acaban con dos supremas de naranja. Por otro lado, una parpatana de atún que cocinan a baja temperatura y después porcionan, cubren con una lámina de manzana también preparada con la olla coreana, impregnada con los jugos de sus cocción y acaban con un gel también de manzana y unas flores. Sobre el arroz inflado sirven unos callos de piel de atún.
En esta secuencia también sirven un taco de la carne de la cavidad ocular del atún, se aprovecha todo, está cocinado a baja temperatura y después desmigado, servido sobre una tortilla de apionabo y acabado con unas lentejas deshidratadas, una cebolla encurtida y un brote de cilantro. Para acabar, una sopa de tuétano de atún con azafrán y una lámina de demiglace hecha con tapioca, que acaba disuelta en la sopa.
Para acompañar un vino joven de la Conca de Barberá, un Julieta 2021 100% trepat. No hay ninguna necesidad de saber de vinos. Saber siempre es mejor que no saber, pero no es obligatorio. También se puede disfrutar en la ignorancia. Si el vino es bueno, siempre se disfruta más sabiendo.
Tengo la teoría de que los contenidos dedicados a la cocina hacen que cocinemos menos. Como una plañidera que llora por ti en un funeral o las risas enlatadas de una comedia de situación, que se ríen por ti. La cocina ha pasado a un segundo plano, tenemos otra prioridades, pero la echamos de menos, de ahí que se consuma tanto contenido relacionado con la cocina.
Una última secuencia antes de los postres, esta dedicada al gallinero. Primero marcan las pechugas del pichón y reservan. En el plato, una salsa elaborada también con pichón y ceniza de calçot, puerro cuando no es temporada, unos puntos de romesco pero versionado tipo cajún, maíz frito, la pechuga y unos minipuerros, cuando es temporada utilizan calçots.
Por otro lado, una cresta de gallo suflada, con pechuga de pollo a baja temperatura y una demiglace de pollo l’ast, con zumo de naranja y limón y las especias típicas del pollo a l’ast y acaban con una mayonesa de romero. Y una versión del kinder bueno, relleno con las alitas y los muslos del pichón cocinados a baja temperatura y desmenuzados, mezclados con la casquería para preparar una parfait que bañan con chocolate.
El vino, Gamberro, un Terra Alta de variedades Syrah, Samsó, Garnacha negra y Cabernet Sauvignon. Una vez más, un festival de sabores y texturas.
Está bien ponerse este tipo de obstáculos. Hacer una secuencia dedicada al gallinero te obliga a desarrollar una serie de platos con la misma materia prima pero cada uno con entidad propia. Es un reto importante, más cuando son varias secuencias. Como cuando los guionistas empiezan a escribir con un final determinado. En este caso, los productos del territorio marcan el camino y alguna vereda se coge, pero siempre se vuelve al camino porque es lo que da sentido al menú.
Fue muy interesante pasar un rato en la escuela. Tienen alumnos de perfiles diferentes pero hay uno que es un clásico, el inquieto, el que no puede estar en un aula más de media hora y necesita movimiento. La cocina siempre ha sido un buen sitio para los que necesitan moverse para pensar.
El primer postre da protagonismo a los cítricos del Delta. Forman un círculo con una crema de limón y merengue deshidratado, en el centro ponen una sopa de mandarina con eneldo, un bizcocho de almendra, un gel de limón y acaban con lima congelada y un helado de naranja.
Ácido y dulce, muy refrescante. Para acompañar, un Verdling Dulce, un vino muy curioso. Es un drama que se importen cítricos teniendo la calidad que tenemos aquí. Hay cosas que cuesta entender. Cuando perdamos estos cultivos definitivamente los echaremos de menos.
Para acabar, un postre a base de chocolate y algarrobas. Sobre una crema de vainilla colocan una dentelle de algarroba, una ganache de chocolate y unos puntos de coulis también de algarroba y acompañan de un suflé de algarroba tradicional, con chocolate, mantequilla y azúcar.
Acompañado de Cream de El Maestro Sierra, un generoso coupage de Palomino y Pedro Ximénez. La algarroba siempre tiene mucha personalidad y es lo más parecido que tenemos al chocolate por aquí.
Estuve muy a gusto, también en el hotel, el equipo se volcó y me aclaró todas las dudas que tuve, que no fueron pocas. A uno le puede parece que Villa Retiro es un nombre algo pomposo o que las presentaciones son algo exageradas, pero la realidad es que son auténticas, sinceras, singulares. Para comer tostadas con aguacate ya tenemos un millón de sitios, para disfrutar de este postre a base de algarroba, solo uno.
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Todo empezó en 2007. Mi tío, que por entonces nos divertía con su blog «Desde Mi Cocina», me envío un vídeo de Robert Rodríguez. Resulta que el conocido director de cine, en los extras de sus DVDs incluía vídeo recetas. Se le veía en casa, preparando una cochinita pibil. Era un formato informal, directo y breve, pensé que algo parecido podría funcionar en youtube. Subí mi primer vídeo, una receta de tortilla de patatas, se hizo viral y aquí seguimos. Desde Tarragona, compartiendo recetas y experiencias gastronómicas de todo tipo.